El traductor, ¿nace o se hace?

Seguro que al leer solamente el título pensáis que es un “típico tópico” de la profesión. Somos conscientes de la falta de originalidad que demostramos al tratar este tema pero también somos conscientes del deber que tenemos de expresar nuestra opinión al respecto. No nos demoremos más: el traductor, ¿nace o se hace?

Como pasa con todo en esta vida, existen defensores y detractores de ambas vertientes, opiniones a favor y en contra de cada una de ellas que vamos a poner de relieve. Si afirmamos que el traductor nace, deberíamos admitir que tiene cualidades innatas para los idiomas, profundo dominio de varias lenguas o al menos gran facilidad para aprenderlas. Está claro que esto es cierto, pero también, en nuestra opinión,  el traductor que nace debe contar con otra serie de habilidades como son la inquietud y la curiosidad por muchos campos del saber, por profundizar en temas y detalles concretos, la facilidad para expresarse con fluidez, para reformular una misma idea de formas distintas y, quizá la habilidad más importante de todas, querer entender y transmitir lo indescifrable. Todo ello sin olvidarnos de su carácter perfeccionista y exigente consigo mismo. Así pues, este cúmulo de circunstancias sería un buen “caldo de cultivo” para un traductor que nace como tal.

En el lado opuesto tenemos al traductor que se hace, ya sea con formación universitaria o con la práctica profesional, dos formas de “convertirse en traductor” que debemos diferenciar. Hace bien poco que la carrera apareció en el panorama universitario español debido a la demanda de profesionalización del trabajo de traductor e intérprete. En la década de los 90 surgieron los primeros licenciados y con ellos se materializó el sueño de tener una formación reglada. Pero, ¿ser licenciado en traducción e interpretación nos hace buenos traductores e intérpretes? Quienes trabajamos en este mundo, sabemos que hay muy buenos traductores sin formación específica y muy malos que son licenciados. Tener la licenciatura te da una base para poder empezar esta larga andadura, grandes conocimientos lingüísticos y una visión general de todo aquello que después verás en la práctica, pero, al igual que en cualquier profesión, te faltará la formación práctica que se adquiere con el desarrollo profesional. Y es que en el caso de la traducción no iba a ser diferente.

Por todo lo anterior, creemos que un buen traductor, además de poseer algunas cualidades innatas que le hagan decantarse por esta profesión, debe poseer ciertas habilidades adquiridas que dan como  resultado un completo profesional. La pasión por otras culturas, otras lenguas y la propia es fundamental junto con unas buenas habilidades lingüísticas principalmente en redacción y expresión. Cuando se conversa sobre este tema entre colegas, un punto coincidente es la importancia que tiene haber vivido en el país donde se habla la lengua que se traduce para estar familiarizado no solo con el idioma si no con el entorno cultural, porque traducir no es solo transformar lo que se dice a otro idioma, también hay que captar matices, referencias culturales, dobles sentidos, entender lo que se dice entre líneas, etc.

Y, por supuesto, todo este conocimiento se une al manejo de las herramientas y las prácticas adquiridas durante los años de formación universitaria o a la experiencia del desarrollo de la profesión. La tecnología evoluciona a pasos agigantados y los profesionales deben avanzar con ella. Asimismo, existen infinidad de programas informáticos y bases de datos que se renuevan continuamente que obligan a los traductores a estar reciclándose a cada momento.

No debemos olvidarnos que  el gremio de la traducción está formado en un tanto por ciento muy elevado de  profesionales por cuenta propia, por lo que además los traductores deben ser buenos gestores de su trabajo, de los tiempos de realización de los proyectos y de los plazos de entrega, deben ser  personas que trabajen bien bajo presión (plazos apurados, encargos de última hora, urgencias…) y con poder de decisión para solucionar situaciones en las que surgen diferentes opciones a la hora de traducir un mismo término de diferentes maneras.

En nuestra opinión, el traductor debe ser un profesional exigente y perfeccionista tanto con el resultado final de su trabajo como con el desarrollo del mismo. La traducción puede ser un tanto tediosa, monótona y aburrida: todo el tiempo frente al ordenador, realizando investigaciones, búsquedas terminológicas, contrastando fuentes de información… lo que nos hace caer en cierto desánimo o en el “conformismo”. Ante todo, hay que evitar acomodarse en los malos hábitos adquiridos con la práctica, intentar aprender con cada encargo, mejorar uno o varios aspectos del proceso de traducción para así evitar “oxidarse” como profesional. Se da por hecho que no se puede ser experto en todo pero el traductor debe indagar e investigar sobre el tema del que trata el texto que tiene entre manos, todos sabemos que todo buen trabajo lleva detrás un estudio previo y una labor de investigación en aras de un buen resultado. Sin embargo, el trabajo a contrarreloj, el ver la traducción solo como la cantidad de palabras que se facturarán hace que muchos profesionales “no pierdan el tiempo” en esa investigación y el resultado está claro.

No queremos decir con esto que todos los traductores caigan en una cierta dejadez, por decirlo de alguna forma, pero sí es cierto que si trabajamos desde casa sin recibir ningún tipo de comentario, crítica o revisión sobre nuestro producto final, se tiende a percibir el trabajo realizado como incuestionable.  Y con el tiempo si no tenemos ese feedback que nos haga estar alerta, nos vamos acomodando, no salimos de esa situación de confort y acabamos haciendo mecánica nuestra profesión cuando realmente es una profesión creativa. El traductor es, por consiguiente, un híbrido entre el querer y el poder, entre la voluntad y la constancia. Se nace con vocación de traductor pero la experiencia y la buena práctica nos moldean como profesionales. Aunque pueda parecer un debate con opiniones opuestas, cuando se charla sobre si el traductor nace o se hace, se llega a la misma conclusión: hay que contar con buena materia prima y muchas ganas para llegar a ser un buen traductor.

 

¿Traducimos o adoptamos el extranjerismo?

Si pensamos en la profesión de traductor, seguro que nos viene a la cabeza la imagen mental de una persona delante de su ordenador, rodeada de diccionarios y glosarios, que pasa horas y horas buscando el equivalente perfecto para esa palabra tan difícil de trasladar a otro idioma. Otras veces imaginamos a una persona dentro de un cubículo a modo de pecera con auriculares, micrófono y una mesa de control con muchos botones sin parar de hablar, en una conferencia o congreso con cientos de asistentes. Todos tenemos alguna idea, preconcebida o no, de lo que es la traducción o la interpretación pero quizá es algo que no conocemos del todo bien y, sin embargo, es más cercana a nosotros de lo que pueda parecer.

Frente a la pregunta: ¿se consideraría usted consumidor o cliente de traducciones? Muchos responderían sin dudar ni un segundo con un NO rotundo. Otras personas, sin embargo, tras reflexionar un poco sobre sus hábitos cotidianos podrían cambiar su respuesta por un “sí”.

El hecho de que vivimos en una sociedad cada vez más globalizada es una realidad de nuestros días. El flujo continuo de personas que cruzan las fronteras entre países en los que se hablan distintos idiomas es cada vez mayor, lo que da lugar a un gran intercambio cultural. Tenemos el oído más acostumbrado a otros idiomas por esta misma globalización y nos hacemos menos sensibles cuando debemos detectar estos extranjerismos en nuestro día a día, posiblemente porque los hemos adoptado como nuestros.

Actos sencillos como escuchar música, ver la televisión o nuestra serie preferida, leer el periódico o una revista, navegar por internet, entre otros, nos hacen clientes de traducciones. En nuestro país, casi todas las películas están dobladas al español, lo que significa que ha habido un proceso de traducción y localización para que el mensaje que se quería transmitir en la versión original llegue al espectador; los libros más exitosos a nivel internacional se traducen a decenas de idiomas para alcanzar a lectores de todo el mundo; las entrevistas a personajes relevantes que publican las revistas han tenido que traducirse previamente para las ediciones de otros países, y qué decir de las numerosas páginas web que visitamos a diario… Estos son solo varios ejemplos de productos de traducción que nos convierten instantáneamente en ávidos consumidores de traducciones sin darnos apenas cuenta.

Por el contrario, la otra cara de la moneda es aquella en la que somos consumidores de extranjerismos. De hecho, la televisión es el principal canal transmisor de un gran volumen de palabras extranjeras. Existen estudios que muestran que la publicidad actual es mucho más atractiva si se añaden frases en otros idiomas y lo vemos en anuncios de perfumes con frases en francés, de moda en italiano, de coches en alemán, de tecnología en inglés…

Es cierto que hay sectores más influidos por extranjerismos que otros, como pueden ser el sector tecnológico con el alemán; los sectores científico y de investigación, con el inglés y también con este último a la cabeza está el sector de la comunicación en internet.

Adoptamos palabras de otros idiomas continuamente: a lo largo del día, si los contabilizáramos, superaríamos con creces la veintena. Desde la famosa señal de “STOP” que todos conocemos hasta las palabras que nos invaden en los informativos de la televisión o en la publicidad de periódicos y marquesinas de paradas de autobús o metro. Los refrescos son light; los libros más vendidos son best sellers; los ordenadores están repletos de software, alguno que otro para visitar webs o mandar e-mails; en los restaurantes los chefs nos cocinan entrecots, quiches o creps…

Con frecuencia surge la duda entre mantener la palabra o expresión en el otro idioma o utilizar un equivalente o traducción para el concepto que queremos expresar. Nos guste o no, nos vemos muy influenciados por la sociedad a la hora de elegir nuestra opción personal pero la Real Academia Española opta siempre por proteger nuestra lengua madre y escoger el equivalente o traducción existente en nuestro idioma. Por el contrario, se piensa que utilizar el inglés o francés, por ejemplo, aporta un valor añadido a nuestro discurso, le da prestigio y nos hace parecer más cultos o inteligentes. Pero cuidado, puede que esta práctica nos aleje de nuestro receptor y no se transmita bien el mensaje.

Los traductores no lo tenemos tan fácil a la hora de decidir. Muchas veces nos encontramos en la disyuntiva de utilizar el término en español, si lo hay, o utilizar el extranjerismo que está más difundido en el sector. Si bien como lingüistas deberíamos utilizar siempre que haya un término equivalente en nuestro idioma ese término en español, no se puede ser más papistas que el Papa y tendremos que adaptarnos a la realidad. Si utilizamos el término en español puede que resulte chocante, incluso que no nos adaptemos a la terminología técnica del sector, que no nos entiendan bien los técnicos, pudiendo ser criticados y juzgados como “poco especializados en la materia”. En esta ocasión, ¿prima la riqueza del idioma o la transmisión y comprensión del mensaje? Pues no hay una norma estricta al respecto. Una vez más los traductores debemos analizar detenidamente cada caso particular, analizar el cliente y el usuario final, ahora bien, también sin olvidarnos que nuestra labor es verter todo a otro idioma y que no podemos optar por la solución sencilla “lo dejamos tal cual porque ellos así lo usan”.

Por su uso tan frecuente y extendido entre los hispanohablantes, la Real Academia se ve obligada a adoptar estos términos extranjeros y acaba por aceptarlos como correctos por no tener un equivalente que realmente se utilice en español. Se adoptan tal y como son o se modifica su escritura adaptándola a la pronunciación en nuestro idioma. Nos resultan particularmente curiosas en relación a la grafía las adaptaciones de croissant por cruasán, whisky por güisqui, piercing por pirsin o jacuzzi por yacusi.

¿Cuál es para ti la mejor opción? ¿Debemos traducir o adoptar palabras de otros idiomas? ¿Te has visto alguna vez en esta situación de decidir? ¿Has sufrido algún malentendido por usar una palabra en otro idioma que quizá no deberías haber empleado? ¿Conocemos cómo se escriben correctamente estos extranjerismos en español?

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