Cuántas veces nos encontramos con personas que han trabajado como intérpretes en juzgados, dependencias policiales, u otros organismos que no son traductores jurados. Entonces, ¿para qué existe el título de traductor-intérprete jurado si después cualquiera puede hacer el trabajo? Pues bien, el devenir de los tiempos ha acuñado una nueva figura profesional en nuestro sector, la del intérprete judicial.
Podemos decir a grandes rasgos que el intérprete judicial es aquel profesional que trabaja en dependencias judiciales y policiales, ya sea en plantilla o como trabajador externo, que necesariamente no tiene por qué ser traductor jurado. Los que trabajan en plantilla son funcionarios del Estado propiamente dichos que tienen que aprobar un concurso-oposición y suelen dedicarse a la traducción más que a la interpretación. Además, son un número muy reducido de profesionales en los idiomas más generales pues las pruebas se convocan de mucho en mucho y de una a dos plazas generalmente.
Ahora bien, con la apertura de fronteras y la creciente globalización ha surgido la imperiosa necesidad de tener que contar con intérpretes de los idiomas más diversos, de manera que los efectivos del Estado no podían satisfacer dichas necesidades y no quedó más remedio que contratar los servicios de profesionales externos. Así pues, en un primer momento se acudía al listado oficial y público de traductores-intérpretes jurados del Ministerio de Asuntos Exteriores y se seleccionaba al traductor-intérprete en atención a su ubicación geográfica y a sus honorarios profesionales. Pero era tal la demanda de intérpretes y el incremento de costes para este servicio, no hay que olvidar que en la mayoría de los casos eran asistencias a detenidos extranjeros, que se intentó canalizar el servicio a través de la Delegación Territorial del Gobierno. La Delegación Territorial, en aras de abaratar costes e infravalorando el servicio, decidió que se debía pagar por jornada completa o media jornada, englobando así las asistencias breves en calabozo o declaraciones policiales como los juicios que demandaban más tiempo de lo pagado, ni tan siquiera se pagaba por horas ni por asistencias y todo ello con unas tarifas irrisorias, lo cual llevó a que los intérpretes jurados no aceptaran en el momento preciso el trabajo y hubiera problemas en la búsqueda de intérpretes. Ser traductor jurado no te obligaba a tener que aceptar pues eras un trabajador por cuenta propia y menos con las tarifas que tu cliente te imponía.
La labor de encontrar al profesional cualificado de la combinación de idiomas requerida, disponible en el momento en el que se le necesita y que acepte las tarifas que se ofrecen era bastante complicada. De ahí, quizá, que la Administración hubiera decidido que sería mucho más sencillo que fuese una empresa externa quien se encargase de todo este proceso. El problema surge cuando los criterios prioritarios para seleccionar a las empresas de traducción adjudicatarias es la del precio más económico, lo implica que los sueldos que reciben los intérpretes sean cada vez más bajos y de ahí que estas empresas recurran a personal no cualificado que son quienes aceptan trabajar por precios minúsculos. En el caso de la Comunidad de Madrid, son innumerables las noticias que, desde hace ya años, se hacen eco de la falta total de requisitos exigidos por parte de la empresa adjudicataria de dichos servicios en cuanto a titulación, experiencia e incluso a conocimiento de idiomas. Sin embargo, estas se defienden alegando que es responsabilidad de la empresa contratante, en este caso la Administración de Justicia, el control y seguimiento de la calidad de los servicios y aseguran que sus trabajadores tienen mejores condiciones y mayor preparación que cuando se encargaba la propia Administración de la gestión.
Llegados a este punto, surgen varias preguntas: ¿no es requisito indispensable ser traductor-intérprete jurado para ejercer como profesional en la Administración de Justicia o los Ministerios? ¿Incurren en negligencia alguna de estas empresas? ¿No existe ninguna ley o regulación que especifique quién puede ejercer la actividad y quién no? Francamente nos sorprende la respuesta negativa.
La legislación procesal en la que se hace referencia a la figura de traductor-intérprete judicial no incluye en absoluto los requisitos que se deberían exigir a los profesionales. La Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000, por ejemplo, dice en su artículo 143.1: “Cuando alguna persona que no conozca el castellano ni, en su caso, la lengua oficial propia de la Comunidad Autónoma hubiese de ser interrogada o prestar alguna declaración, o cuando fuere preciso darle a conocer personalmente alguna resolución, el tribunal por medio de providencia podrá habilitar como intérprete a cualquier persona conocedora de la lengua de que se trate, exigiéndosele juramento o promesa de fiel traducción”. Queda patente que las exigencias son mínimas incluso a nivel legal, sin ser necesario el título de traductor-intérprete jurado ni ninguna formación universitaria en traducción ni un nivel educativo particular. Lo que debería ser la excepción parece ser que se ha convertido en la práctica habitual y llegan a nuestros oídos continuamente situaciones en las que no se encontraba a un intérprete y se recurre a una persona cualquiera que hable el idioma sin considerar su nivel educativo, cultural y situación laboral. Un mero juramento, además, basta para validar la intervención que haga esta persona ante la Administración de Justicia. Al menos, la Directiva 2010/64/UE del Parlamento Europeo y del Consejo relativa al derecho a interpretación y a traducción en los procesos penales pretende crear un marco comunitario en el que se intente “establecer uno o varios registros de traductores e intérpretes independientes debidamente cualificados” (Art. 5.2), que sean a quienes se recurra para esta labor.
Dejando a un lado el “desamparo legal” del traductor-intérprete judicial y a los profesionales contratados por la Administración de Justicia, vamos a centrarnos en la figura del traductor-intérprete judicial que interviene contratado por una de las partes. Como cliente particular, suele ser el abogado de una de las partes quien contrata al intérprete (no hablaremos ahora de las traducciones escritas) para que intervenga en un proceso judicial cuando, por ejemplo, el acusado o uno de los testigos, por citar algunas posibilidades, no hablan la lengua del país.
A pesar de ser contratado por una de las partes, el intérprete judicial debe ser imparcial, no dejarse influir por el procedimiento en el que participa, no beneficiar a una u otra parte y ser lo más fiel y preciso posible con la traducción de lo que dice la persona interpretada. Con independencia del procedimiento que sea, la interpretación no es nunca una tarea sencilla, ya no solo por el vocabulario específico que se utilice, sino también porque se puede llegar a estar tan involucrado en el asunto que, sin quererlo, el intérprete puede llegar a posicionarse de una u otra parte según su visión personal. El poder de las palabras es inmenso y con el discurso podemos influir en abogados para que realicen determinadas preguntas y lleguen a ciertas conclusiones y al juez para que dicte sentencia favorable o desfavorable. Por ende, el intérprete es un actor fundamental en todo proceso judicial al que hay que tener muy en cuenta.
Es una lástima que exista tal desconocimiento de cómo ha de ser la intervención de los intérpretes judiciales en estos procesos por todos los actores, incluso por los funcionarios y trabajadores de justicia, porque en muchos casos nuestro trabajo se ve deslucido y no nos queda buen sabor de boca. Hemos comentado que el intérprete debe ser imparcial pero, al igual que el abogado prepara el testimonio de su defendido, no está de más preparar con el intérprete lo que se va a decir, en qué consiste el juicio, de qué se va a hablar, etc. No somos diccionarios andantes y no sabemos absolutamente todo de todo, por lo que una preparación previa sería más que recomendable. Es conveniente que el intérprete conozca a la persona o personas a las que va a interpretar un poco antes del procedimiento para que exista una primera toma de contacto en cuanto al acento del idioma en cuestión.
Una vez se entra en sala cunde el pánico: ¿dónde se sienta el intérprete? ¿Tiene mesa para tomar notas? ¿Tendrá un micrófono para que escuche bien lo que diga? ¿Cuándo debe entrar y abandonar la sala? Hasta los funcionarios y jueces no saben muchas veces cómo proceder en cuanto a este tema. Son detalles en los que nadie cae hasta que la situación llega y motivo por el cual los profesionales de la traducción e interpretación echamos en falta una regulación o normativa que controle al mismo tiempo que informe de cómo se ha de proceder. Siempre se intenta hacer el trabajo lo mejor posible pero las herramientas y medios de los que disponemos influyen directamente en un buen resultado y en la satisfacción de nuestro cliente, objetivo fundamental de cualquier profesional.
Como vemos, la traducción-interpretación judicial es bastante compleja y delicada puesto que existen diferentes escenarios y son diversos factores los que intervienen; se manejan temas diversos, de gran especialización y de diferentes ámbitos del derecho y, a pesar de que cada vez hay más necesidad de esta figura, no se llega a conocer bien su labor. En los traductores-intérpretes recae gran responsabilidad durante el proceso por lo que consideramos de vital importancia que se establezcan herramientas de control de la actuación de los profesionales de nuestro gremio para que el desempeño del trabajo se lleve a cabo en condiciones óptimas y por personas altamente cualificadas.